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De todo un poco: el DF nos cuenta su carrera a través de algunos historias.

En una nota anterior, una libreta destapaba fórmulas y experimentos de antaño. Hoy sólo a través de mi memoria continúa ese viaje en el pasado con este parloteo “de todo un poco”.

Tenía 12 años. Último día de clases del último año de la primaria. La maestra nos pregunta a cada uno de nosotros que carrera pensábamos seguir; como es lógico, no teníamos la menor idea a esa edad; por responder algo los chicos decían médico, abogado, ingeniero, generalmente la profesión de sus padres; a pesar de sentir algo de vergüenza, respondí director de cine. La carcajada general de la clase todavía la recuerdo.
Un par de años después, siendo fotógrafo “cabecitero” en el norte del país, me entero que Hollywood desembarca en Salta con miras a realizar una superproducción. Me presento como extra, me aceptan y de esa manera puedo ser testigo de la maquinaria industrial en escenas de gran despliegue de “Taras Bulba”, dirigida por J. Lee Thompson y con Fotografía de Joseph MacDonald.

Una última anécdota de Córdoba antes de emigrar a Buenos Aires. Logro que me empleen en un local fotográfico que se estaba instalando en plena ciudad. El dueño me enseña todos los rudimentos de la toma con una cámara de placas y también el proceso en el cuarto oscuro. Con esto habilita de entrada las “fotos carnet en una hora” y me deja sólo frente al local a medio instalar, mientras él hacía trámites en la calle, ya que al comienzo eran muy escasos los clientes que ingresaban. El reloj de laboratorio era uno de los elementos faltantes, para lo cual me las había ingeniado ¡contando hasta mil quinientos lentamente para contabilizar los quince minutos necesarios de revelado! Por supuesto en ese pequeño ambiente oscuro y silencioso, mentalizando números, tarde o temprano me quedaba dormido, pero curiosamente mi inconsciente seguía contando y cuando me despertaba, continuaba en voz alta: ochocientos siete, ochocientos ocho, ochocientos nueve, etc.

Primer viaje a EE.UU., año 1970. La ciudad con que esperaba encontrarme era la que había asimilado hasta ese momento a través de las películas de Hollywood que habían magnetizado mi imaginación con sus bellos encuadres, buena luz, colores brillantes, calles limpias y ordenadas. . . cuando mis ojos observaron la realidad que pasaba a través de la ventanilla del taxi que me trasladó del aeropuerto a Manhattan, la depresión que me invadió me duró una semana.

Me estamparon un sello en mi carrera: “el de usar mucha luz e incendiar estudios”, pero la verdad que yo recuerde fueron unos pocos chispazos en un viejo set de la calle Cerviño, y uno que otro papel vegetal lanzando humo por estar muy cerca de los faroles. ¡Pero sí!, es verdad que me gusta usar mucha luz, quizás por eso cuento en mi haber con tan pocos largos y el volumen mayor en comerciales. En 1975, Alberto Fisherman me convocó para asistirlo en fotografía en uno de los tres episodios de “Las Sorpresas”: “Los Pocillos”. Como el arreglo económico con todo el equipo fue de cooperativa, es decir no cobrar, pedí en contrapartida disponer de la luz que necesitara. Recuerdo haber utilizado la premisa más primitiva que uno encontraba en los folletos de cualquier film de color, y que decía:  “Mientras que en blanco y negro uno ilumina lo que quiere ver y deja sin luz las zonas oscuras, en color hasta el aire que no se ve necesita recibir un mínimo de luz”, ¡y eso hice! En el único ambiente donde se desarrollaba la mayor parte del episodio coloqué 12 kw de luz en el techo, solo para dar “ese” toque al aire; en cuanto al nivel de exposición que necesitaba fue de f5,6 con la película más sensible de esa época, que si mal no recuerdo era de 100 ASA, ya que el drama se desarrollaba a la hora de la siesta con grandes ventanales hacia un jardín a pleno sol y el exterior no debía verse quemado porque uno de los personajes se desplazaba por allí. ¡Y la calidad en el resultado estuvo a la vista!

Alojado en un hermoso hotel estilo colonial en Cartagena de Indias, Colombia, integraba, junto a un director argentino, un pequeño equipo con el que viajamos a realizar un comercial sobre una golosina. El estilo consistía en un vertiginoso montaje de situaciones breves en donde se integraba el producto. A tal efecto, todos los días salíamos a la playa y a la ciudad a efectuar diversas tomas planificadas e incluíamos también las que surgieran de improviso. Al regreso nos relajábamos a beber algo al borde de la pileta en los jardines del hotel, que entre otras cosas tenían algunos animales exóticos que habíamos logrado filmar: un mono desenvolviendo y comiendo un caramelo, un ciervo, papagayos, y nos restaba lo más apetecible: una pareja de pavos reales. Todos los días, a cierta hora, el macho hacía despliegue de su plumaje festejando a la hembra, hermoso espectáculo que no queríamos perder, para lo cuál habíamos pedido al barman si nos podía avisar cuando eso sucediera. Efectivamente, un día se acerca muy serio, y con voz de estar ofreciendo un servicio del hotel, nos dice: “Señor, el pavo real ha abierto la cola”.

Otro comercial, esta vez un producto de cosmética, una sola toma como si fuera una foto fija, con una modelo en pose insinuando estar desnuda y de fondo la gran caída de agua de las cataratas en Iguazú. El director cambiaba y forzaba continuamente la pose de la modelo con intención de lograr tapar las diminutas prendas que asomaban, breteles, etc. Al tiempo de dar vueltas, la piba -que se dio cuenta del inconveniente y no tuvo ningún problema- sugirió directamente: “Me quito todo y listo”; cosa que hizo, se resolvió la toma rápidamente y, cuando relajados levantamos la vista, observamos los puentecitos lejanos que atraviesan los saltos de agua llenos de viejitos turistas apuntando con sus binoculares hacia nuestro entorno. . . Me imagino que al regreso a sus respectivos países, habrán ponderado las bellezas naturales de nuestro país.

Creo haber trabajado con la mayoría de los directores del films publicitarios de mi época. De la larga lista de personalidades diversas, quisiera rescatar uno para este anecdotario, lo apodaría: “el señorito”.
Interpretar cada encuadre y ubicar la cámara al respecto es parte de nuestra función, los DF; pero para este señor, sea lo que sea que se estuviera filmando, esa ubicación tenía dos posiciones posibles: 1) Con el visor a la altura de su ojo, de pie. 2) Igualmente, sentado. No concebía tener que agacharse, encorvarse, ponerse en cuclillas o cualquier otra posición que lo incomodara en aras de búsqueda de ángulos dramáticos, creativos, innovadores, etc… lo que se dice un verdadero “señorito”.

Hay un rostro, más bien dicho una expresión, que no he de olvidar el resto de mi vida. Fui regular partícipe de todas las campañas de jabón “Cadum” que se producían aquí para el mercado argentino e internacional y que lanzaron al estrellato a la modelo Susana Giménez, cuando aún no era conocida, con su famoso giro diciendo “Shock”. Normalmente, con una u otra variante, todos los comerciales incluían el clásico plano, hasta dónde se podía mostrar, de ella bajo la ducha, jabón en mano, envuelta en espuma. Uno de esos cortos, por compromisos de Susana que estaba haciendo teatro en la temporada de Mar del Plata, nos obligó a trasladarnos allí para rodarlo. En esa oportunidad, nuestra jefa de producción consiguió armar en el garaje de la casa de una amiga, en un barrio marplatense, un pequeño espacio, simulando un baño: fondo de azulejos, manguera con ducha que venía trayendo agua caliente desde la cocina y en el piso una pelopincho que contenía el agua. Puesta de cámara, disposición de luces, Susana semidesnuda, pleno rodaje. . . en ese momento un fuerte viento abre involuntariamente a pleno las puertas del garaje, un tipo que pasaba por la vereda gira su cabeza, y al observar la escena, ¡desata esa expresión que no podré olvidar el resto de mi vida!!

La época más divertida en mi carrera estuvo ligada a una cámara “Auricon”. Con el ojo pegado en su visor me he reído como nunca, a tal punto que en varias ocasiones las tomas vibraban por ello. Estoy hablando de las secuencias de “Cámara Sorpresa”, que incluía Pipo Mancera en su programa, años ha. Cámara pesada, engorrosa de manipular, fabricada especialmente para reportajes y discursos, tenía la virtud de cargar película reversible 16 mm de una perforación y grabar directamente sobre ella sonido óptico. Uno terminaba de rodar y el film estaba listo para exhibir.

La famosa “sala 7” de proyección de los laboratorios Alex; ésa que nos ponía un poco nerviosos antes de apagar sus luces. En ella visualizábamos los campeones diarios, primera copia de nuestros largos, publicidades, etc. En una época en que las bodegas entraron en una feroz competencia y la inversión en las diferentes marcas de vinos fue muy alta (por suerte para nosotros), se produjeron comerciales que eran verdaderos cortometrajes con mini historias de dos o tres minutos de duración. Una tarde, a sala llena: director del comercial y su gente de la productora, dueño de la agencia de publicidad y todo su staff, el dueño de la bodega y algunos de sus colaboradores, y yo que había sido el DF, en un rinconcito como testigo. Finaliza la proyección del comercial, que se presentaba por primera vez, se encienden las luces, silencio total que dura una eternidad, gran tensión en la sala. Al rato alguien opina algo y progresivamente otros se animan a lo mismo; finalmente todos tenían algo que decir; el director tratando de evitar retomas y la agencia queriendo defender su idea original. A todo esto el dueño de la bodega escuchaba en absoluto silencio. Se proyecta un par de veces más y cuando las opiniones se fueron calmando, el bodeguero le pidió a uno de sus colaboradores si podía ir a buscar a su chofer que estaba afuera en el auto. Cuando éste llega, el bodeguero pide que se proyecte una vez más, y al finalizar la misma, pregunta:  “Y, Ramón, ¿que te pareció?” “Muy bueno”, respondió éste. A lo que el dueño de la bodega se dio vuelta e informó a la sala: “¡Aprobado!”… (lo que valía era la opinión de un consumidor potencial, en este caso, Ramón).

De mi experiencia en U.S.A. (1990/95), entre otras cosas, me sorprendió la actitud profesional de cierta gente con la que me tocó trabajar. Recuerdo la de un asistente de cámara. Llegó al estudio, armó el equipo, hizo todas las conexiones e instaló, junto con el video-assist, una segunda pequeñísima pantalla Casio sobre la cámara; se ubicó luego al lado de la misma y no se movió de allí hasta que dieron el corte a medio día. Luego del almuerzo adoptó la misma actitud hasta la noche y final de la jornada, nunca se apartó para ir al baño, hablar por teléfono, etc. Era admirable su atención y concentración y desde su pequeña pantalla siempre se adelantó a lo que yo necesitaba en ensayos y tomas, focos, zoom, etc… casi no tuvimos necesidad de hablarnos, amén de que él no sabía una palabra en español y yo con mi breve inglés a cuestas.

En comerciales sabemos que podemos llevar un control en la calidad en las diferentes etapas, seleccionando óptica, film, laboratorio, transfer, etc, pero hay un último paso que escapa a nuestras manos y es la copia definitiva que va en cada tanda y canal. A propósito, en USA trataba de ver en el aire todos los cortos en los que había intervenido, y notaba que los que pertenecían a la firma Procter & Gamble tenían una mayor calidad que el resto. Tras una breve investigación, logré saber que dicha firma produce unos 2.500 comerciales por año, entre el mercado anglo y el hispano, y por ese volumen disponen de una empresa que efectúa copias exclusivamente para ellos.

En Miami logré relacionarme con un director venezolano a través de varios comerciales que hicimos juntos, y de la mano de él ingresé al mundo del videoclip latino, ya que contaba con una alta conexión en ese departamento de la empresa Sony, donde dirigía parte de la voluminosa cantidad que se producía. El mecanismo era el siguiente: salvo uno que otro de intérpretes conocidos, como el Puma Rodríguez, Franco De Vita, etc., donde se contaba con un presupuesto mayor y por ende se podían planificar cosas más creativas, el resto eran adolescentes primerizos (que normalmente iban acompañados por su mamá), a los que Sony accedía a producirles su primer video con un mínimo presupuesto, pero haciéndoles firmar un contrato que casi parecía un libro, y que en caso de sobresalir y tener éxito, quedaban esclavizados a la empresa por el resto de sus días. Como estos presupuestos eran muy bajos, casi todos se rodaban con idéntico mecanismo:  fondo blue-screen, carrito de travelling con vías paralelas al fondo, cámara con zoom. El personaje cantaba la canción entera sin corte mientras la cámara se desplazaba ida y vuelta sin parar de punta a punta, mientras el director-cameraman jugaba con el zoom en combinación con el travelling. Corte. Cambio de ropa, y el personaje repetía nuevamente la canción con el mismo mecanismo; así un par de veces. El resultado final: un video rodado en una hora, muy bien disfrazado con movimientos de cámara, cambio de fondos, etc… y para Sony, supongo que de cada cierto número de inversión/lanzamiento de éstos pibes, surgiría algún talento con su restitución económica tipo Ricky Martín.

… Confío en que mi memoria no me va a abandonar, solo un poco de paciencia y mis neuronas, tal como una Cajita de Pandora, podrán en el futuro dejar salir otros recuerdos.